martes, 12 de enero de 2010

Un señor inolvidable

Tengo varios días viéndolo en la entrada del edificio. Es un hombre calvo, trigueño, con bigote canoso, debe medir como 1.78 y tener más de 50 años. Está allí porque intenta vender la casa del frente. Esta mañana, cuando salí, nuestras miradas se volvieron a cruzar, pero esta vez sentí algo más. Sostuve mi mirada y le imprimí cierta malicia. El respondió como yo quería; entonces, le saludé con la mano, el contestó; ya en ese punto pensé que tenía que jugármelas, y lo hice: Salí del edificio y crucé la calle; enseguida él vino hacia mí saludándome con mucha seriedad. Para hacer algo de conversación le pregunté por la casa mostrando un interés casi real. Fue una excelente idea; en pocos minutos estábamos recorriendo los espacios vacíos de la enorme casona que no consigue comprador.
Con amabilidad, él me mostraba cada habitación, cada baño, cada rincón de una casa que debe haber sido muy hermosa; cuando, habiendo llegado a la cocina, caminó hasta un pequeño cuartito al fondo, entró y se sentó en la cama. Encendió un cigarrillo y me invitó a pasar, diciéndome “y aquí es donde yo duermo, este es la única cama de esta casa. Siéntate”Me senté en la esquina de la cama; estaba nervioso, pero dispuesto a continuar con el juego hasta donde él quisiera llegar. Como si adivinara mi pensamiento, él se levantó de la cama, cerró la puerta de la habitación y se quedó parado frente a mí. En la austera habitación azul, sólo había una cama sencilla, un televisor, una pequeña mesita sin gavetas sobre la que estaban colocadas dos afeitadoras, un pequeño peinecito, un desodorante, un reloj de mesa, una caja de condones y nada más. De resto, todo estaba inundado por un fuerte olor mezcla de cigarrillo, sudores, masculinidad y sexo. El olor se me escondió en los sentidos y comenzó a producirme una erección difícil de ocultar. Sin decir nada, él se quitó la camisa para desvelar un pecho plano, sin musculatura, cubierto de una espesa pelambre, tan gris como su bigote. Por decir algo, hice un comentario tonto sobre la pelambre y él, que lo agarró al vuelo, me tomó de la mano y me obligó a meter mis dedos entre esa espesa mata de vellos. Guiaba mi mano con destreza en busca de sus tetillas, entonces me levanté y me acerqué. Sin mediar palabra, él buscó mi boca y metió su lengua con fuerza, hasta lograr que nuestros labios se apretaran en un fuerte intercambio de besos y jadeos.
- Tengo días morboseandote, me dijo
- Yo también, le contesté
De nuevo puso su mano sobre la mía y llevó ambas hasta su bragueta. Entonces me dejó explorar, por encima de la gruesa tela del jean, al animal que despertaba arrecho. Se estremecía de gusto mientras yo recorría con mi mano cada milímetro de aquel tubo robusto de carne y bajaba el cierre, buscando con emoción asir con mis manos su instrumento. Él bajó un poco su pantalón y se dejó hacer. En segundos lo tuve frente a mis ojos: Estaba erguido, durísimo y era realmente una delicia. Tal vez unos 20 o 21 cms de longitud con inusual grosor, cubierto de piel oscura hasta la cabeza, que sobresalía como un hongo venenoso, enmarcado por una espesa mata de vellos grises y dos enormes bolas que colgaban como adorno imprescindible. Lo miré tanto y con tanto gusto que él, se sonrió y dijo
- ¿Cómo que te gusta? No es muy grande, ¿no?
- Un poco, pero me gustan así

- Que bien, ojala y seas bueno aguantando…De inmediato me arrancó la ropa, terminó él de desvestirse y nos tiramos a la cama. Sus manos recorrían cada rincón de mi cuerpo, hasta que se detuvieron en mis nalgas, recién afeitadas y blanquísimas. No paraba de tocar y estrujarme las nalgas; yo entre tanto, buscaba la mejor posición para empezar lentamente a saborear con mi lengua el pedazo exquisito de carne que me llamaba a gritos. Comencé a recorrer el glande con mi lengua, mientras el se agitaba de excitación. De pronto, lo agarre con ambas manos, lo apreté entre mis dedos y me lo metí de un solo bocado dentro de mi boca, todo. Él se revolcó de gusto, dio varios quejidos de placer, soltó dos o tres coños y me volteó hacia él, como quien busca la mejor forma de empezar un sesenta y nueve. Se estiró en la cama, dándome la mejor posición para que continuara con mis proezas orales; él, se instaló debajo de mí, puso una almohada bajo su nuca y comenzó a comerme el culito con una lengua bien entrenada y filosa. Cada embestida de su lengua me lanzaba corrientazos de gusto directamente al cerebro y me hacia mamarle el guevo con más y más gusto. Así estuvimos por un tiempo infinitamente maravilloso, cuando de pronto, sin dejar de chuparme el culo y comérselo a pedazos, fue sacando de mi boca el durísimo machete y empezó a incorporarse, mientras sacaba la almohada que tenía bajo su nuca, la colocaba cuidadosamente bajo mi cintura, y me volteaba, acariciándome. Cuando lo miré, ya se había calzado un condón, y me veía con deseo irrefrenable. Supe entonces que el momento que tanto había ansiado estaba ahí. Levantó mis piernas, las agarró por los tobillos hasta abrirme lo máximo que podía. Me soltó un segundo para cubrir mi entrada con lubricante y volvió a sujetarme, apoyándose.
- ¿Lo quieres? Preguntó, señalando con la mirada su enorme miembro
No pude contestar. Sólo abrí mis piernas y lo agarré con la mano. Él quitó mis manos, se puso en posición y me embistió de una sola vez, metiéndolo todo y con fuerza hasta el fondo. Sentí un golpe de dolor y una sensación como de rayo partiéndome en dos, pero pensé que, si estaba muriendo en ese instante, valía mucho la pena. Grité, di un largo quejido, grité de nuevo, y entonces sucedió: él empezó a mover su guevo dentro de mí y una oleada de indescriptible placer llenó cada uno de mis sentidos. Podía sentir exactamente la intensidad e índole de sus embestidas, mis nalgas se apretaban para no dejarlo escapar, una ola de calor subía hasta mi cabeza y una de frío me recorría la espalda; decía cosas, jadeaba, pedía más y más. Volvíamos a comenzar, yo seguía gritando y diciendo incoherencias y él, furibundo de placer, me lo metía con más fuerza, hasta arrancarme expresiones de amor, de goce, de enloquecido amante. Yo sólo pedía más y él me daba cada vez más y más duro.
Entonces, me volteó sin sacármelo, me dobló completamente sobre la cama, colocando mis tetillas sobre el colchón y se sentó sobre mis nalgas para, lo que entendí, serian los últimos bombeos; él, desde atrás, agarró mi guevo, que había vuelto a pararse, y empezó a masturbarme mientras aceleraba el ritmo de sus cogidas. Mis ojos se nublaron por el goce; de momento, solté a borbotones un inmenso chorro de semen y sentí la fuerza imparable de ese maravilloso guevote entrando duramente en mi culo y explotando dentro de mí. Escuché sus gritos, sus coños largos y altísimos, y un relámpago inmenso, instantáneo, intenso, que salió desde mi culo hasta el centro de mis sentidos. Grité altísimo y apreté fuertemente aquel tolete con mis nalgas, temiendo perder un infinitesimal segundo de aquel disfrute. Y entonces, el olor indescriptible de su machura llenó para siempre mi memoria. Poco a poco, fuimos empezando a relajarnos. Él me lo sacó lentamente, me abrazó, recorrió con su lengua mi espalda. Me volteó, nos besamos sin prisa y caímos desplomados uno junto al otro en la cama.
- Igualito a esto debe ser morirse y ver a Dios…me dijo.







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