lunes, 31 de octubre de 2011

Sexo, sin más...

Cuando escribo este post, tengo en mi boca, aun fresco, el sabor de su deliciosa morronga. Siento entre mis piernas el escozor de sus vellos, todavía rozando con fuerza mis nalgas. Aun no se ha terminado de disipar la rica sensación de un orgasmo apresurado y fuerte. Acaba de suceder. Hace menos de una hora, lo tuve todo para mí. En mi boca primero y luego, a pesar del sitio y la incomodidad, también lo tuve dentro de mí y lo disfruté como hacia tiempo no lo hacia.

Supe desde esta mañana que hoy era el día para atreverme a eso. Al salir de la oficina, y con el pretexto de irme a hacer un poco de ejercicio, me cambié por ropa cómoda; pero en lugar de irme a un parque, me fui directo a unas cabinas a las que he ido un par de veces anteriores, con mucho éxito. Tenía apenas unos minutos de haberme instalado allí, fingiendo revisar algunas páginas de pornografía, cuando él levantó la cortinilla. Lo primero que me cautivó fue su olor a macho lleno de deseo. Lo segundo fue su cara. Moreno, con una barba de tres días y cierto aire de quien sabe lo que está buscando, y no se va a arrepentir de nada. Luego miré indiscretamente hacía abajo. Un potente machete, oscuro, grueso y no muy largo, con la piel completamente echada hacia atrás, exhibía las primeras gotas de una babita muy excitante. Se levantó de la silla y casi groseramente, puso ese guevo tan cerca de mi boca, que era imposible resistirse aunque quisiera y yo no quería.


Acomodé mi silla para quedar perfectamente instalado, a la altura de aquel sabroso tolete de carne que se me ofrecía sin pena alguna. Él sujetó las dos cortinas y se dejó hacer. Pronto lo tenía dentro de mi boca, completamente engullido, sin desperdicios de ningún tipo. Me aferré a ese guevote, paradisimo, que pedía mucha atención. Lentamente, fui calibrando su textura, su aspereza, la rudeza de sus vellos ensortijados y abundantes que me rozaban la barbilla. Entonces, saqué mi boca de allí y enterré mi nariz entre sus ingles, aspiré su aroma a sudor, a día de trabajo, a macho animal. Enterré mi cara en esa mata de vellos y me trague toda su machura. Él pareció enloquecer. Agarró mi cabeza con ambas manos y me forzó a regresar a su paloma, urgida de mi lengua. Me enterró el guevo dentro de la boca y comenzó a bombearme con fuerza. No se como, se las arregló para inclinarse y comenzar a acariciar mi espalda. Entonces me volteó y sin decir palabra, bajó mi interior, agarró mis nalgas que no tenían resistencia alguna, y empezó a frotar su instrumento en el pequeño espacio de mi abertura. Supe en ese momento que, a pesar de los riesgos, iba a darme durísimo.





Lo hizo. Bastó una pequeña interrupción para, con manos muy expertas, calzarse un condón y llenar mi orificio de abundante saliva. Fui yo entonces el que sujetó las cortinas, más para sostenerme, que para evitar miradas indiscretas. En la cabina del lado, un joven muchacho de pinta muy normalita, se masturbaba frenéticamente mientras nos veía. Yo, como pude, monte una pierna en la silla, me sujeté con una mano a la cortinilla y con otra al espaldar, y ofrecí mi culito ansioso. Él empezó a entrar. Sus primeras embestidas sirvieron para dilatarme; un poco más de saliva y comencé a sentirlo. Me apretó con sus rudas manos por la cintura, y en un segundo de gloria, sentí como ese rico palo, se abría paso dentro de mí. Se tomó un tiempo para ajustarlo y para permitir que el primer corrientazo de placentero dolor cediera. Lo que vino después, fue un ejercicio de resistencia física extraordinaria. Con una mano tapando mi boca y otra agarrando mi cintura, él instaló un bombeo de ricura increíble. Creo que no duró ni tres minutos, pero el morbo del lugar, el temor a ser descubierto por algún vigilante necio, y la paja enloquecida que se hacia mi vecinito, me puso fuera de mí.
Acabamos casi juntos en un momento. Él, para que yo no dejara de sentir ni un milímetro de todo su esplendido palote, me lo empujó con fuerza hasta el fondo, arrancándome el único quejido de la tarde, que rápidamente silenció con su mano.

Nos quedamos unos segundos enlazados, mientras ambos intentábamos recuperar las fuerzas. Poco a poco sentí como sacaba de mis entrañas el grueso machete aun duro, y retiraba el condon. Sacudió las últimas gotas de semen y regresó a su asiento. Yo hice lo mismo.

Poco después apartó de nuevo la cortinilla, me mostró su morronga adormilada y levantó el pulgar en señal de éxito. Yo me vestí y salí de allí sin poder, ni querer, disimular mi satisfacción.

No hay comentarios:

Publicar un comentario