viernes, 18 de febrero de 2011

Calor latino

En mis primeros meses de residencia en New York, fui un tipo más bien timorato y asustadizo. Había terminado mis estudios de Derecho y había tenido la oportunidad de viajar mucho como estudiante o en plan de negocios, gracias a que mi papá se esforzaba en convertirme en un abogado digno de heredar su oficina, dandome mucha confianza a una edad en la que otros pensaban en cosas más frívolas (y más divertidas, también). Conocía la ciudad bastante bien, pero nunca había podido "explorarla" a mis anchas, hasta que pude irme a vivir allá por un tiempo: entonces, contrario a lo que siempre pensé que haría, me dediqué a vivir con excesiva cautela, acosado por todos los cuentos que me habían contado y por los muchos mitos que la ciudad tenía para ofrecer.
Eran los locos 80's. No había surgido el SIDA (si, tengo tanta edad como para recordar esa época) y algunos sitios emblemáticos de la ciudad eran comidilla de todos. Estaban las noches de rumba en el Studio 54 y las de derrape en Saint's...pero, algo me faltaba en mi recorrido y aunque sabía lo que era, le tenía un miedo fenomenal: Los latinos del alto Manhattan.


Estaban comenzando a desarrollar la fama que ahora los tiene en la cresta de la ola. Se decía que tenían los mejores guevos y que por sólo unos dólares, eran capaces de llevarte al cielo. Todos sabíamos donde encontrarlos y como atraerlos, pero siempre había alguna advertencia asociada al gustazo. Llevaba en eso varios meses cuando, un fin de semana, después de escuchar los cuentos de un amigo peruano que la había pasado fabulosamente bien por la módica suma de 30 dólares, me animé a penetrar el único bar donde era posible hallarlos. Se llamaba La Escuelita y quedaba muy cerca de Times Square. Era un bar de mala muerte, lleno de transformistas ruidosas, muchachitos latinos muy amanerados y papazotes en busca de clientes. A ellos dirigí mis baterías. Después de un par de tragos como para darme valor, entablé una conversación absolutamente trivial con uno de esos. Él me señaló que, si lo que buscaba era sexo "caliente", tenia que pasar a una especie de pasillo medio oscuro que había detrás de la barra. Le dije que me daba un poco de temor y el ofreció acompañarme por 20 dólares



Se los dí y me dejé llevar. De su mano, entré a aquel lugar que olía, se sentía y emanaba en todas direcciones una intensa actividad sexual. Recostados a las paredes del pasillo, unos 8 o 9 muchachos de indudable aspecto Neyorican, exhibían varios estados de desnudez y varios niveles de erección. Parecía que no había manera alguna de que la flacidez retornara a aquellos bien formados machetes. Estaban allí para eso y, seguramente con la ayuda de los estimulantes pre-viagra de entonces, lograban bien su cometido. De inmediato me sentí en un paraíso. Caminé por el sitio y empecé a calibrar mis deseos y hacer cálculos mentales. La noche podría costarme cara, pero valía la pena. Mi acompañante no tardó mucho en hacer públicas mis intenciones; comenzando a tocarme descaradamente, me quitó parte de mi ropa y me recostó de una pared, para besarme y acariciarme. Yo me dejé hacer, pero miraba alrededor, como invitando a quien quisiera unirse al jolgorio. En breve, tenía su estupendo palo dentro de mi boca y había perdido el pudor. Le mamaba el guevo con verdadera fruición, mientras escuchaba sus gemidos y sus expresiones. Él, entre tanto, ya había dejado mis nalgas al descubierto y estaba empezando a explorarme con sus dedos. Yo estaba en la gloria.

Era un carajo flaco, con un discreto tatuaje en el pecho, un cuerpo rico y una paloma de concurso, llena de vello. Habíamos hecho muy buena química, sentía yo, y nos dábamos de lo más rico; cuando de pronto lo vi hacer señas a otro muchacho, moreno, más acuerpado y muy sexy, que se había "desocupado" poco antes, para unirsenos. No me preguntaron si yo quería. Simplemente, el tipo flaco se despegó de mí, sacandome el delicioso artefacto de mi boca y el otro se acercó, bajó un poco su interior de color rojo, dejando al descubierto la cabeza turgente de un guevote moreno y circuncidado y me lo metió en la boca. Yo me puse de rodillas para poder disfrutarlo mejor y entonces sentí como el flaco empezaba a ocuparse de mi culito. Fue una cogida más bien rápida y hecha con la profesionalidad del caso, pero me llenó de placer. Mientras el flaco estaba bombeandome con fuerza, el otro me daba por la boca intensamente. Algunos de los que allí estaban, se acercaron a mirar y pajearse con el show, y yo, en el colmo de la excitacion, empecé a pajearme con fuerza.
Bastaron unos segundos de acción, para estallar en un reguero de leche que salpicó el piso y llenó mis manos. Los dos tipos se miraron con cara de haber cumplido satisfactoriamente con un trabajo encomendado y me acariciaron, mientras se disponían a dejarme tranquilo. El flaco sacó su potente instrumento de mi culo y el otro me dio algunas palmaditas con su pene en mi cara. Ninguno de los dos acabó en ese momento.
El moreno se me acercó y me dijo en el oído que "le colaborara"con algo, yo saqué un billete de $20 y se lo dí y él me lo agradeció con un besote divino. Los tres nos sonreímos, yo me limpié como pude y volví a vestirme. Estuve un rato más, mirando lo que los demás hacían y poco después, mi flaco comenzó a toquetear a otro rubito que le hacía fiestas.
Salí de aquel pasillo contento por haberme "graduado" en lo que más anhelaba: El calor y el color de los latinos de New York. Volví varias veces a ese sitio y siempre tuve la misma suerte; pero, nunca, nunca, experimenté, afortunadamente, ninguna de las historias de horror que otros contaban que les habían contado.
Desde entonces, amo a los latinos y a los negros.

1 comentario:

  1. Wow...!!! la verdad me quedé muy excitado con tu historia, tu manera de expresar y con todo esos detalles, por lo visto, lo disfrustaste mucho y gracias por compartirlo... bueno, Saludos desde Mexico...!!!

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