miércoles, 10 de julio de 2013

Viajar para vivirlo

Todavía recuerdo el olor de su cuerpo cubierto de vello, su cara de maluco ordenándome complacerlo, sus dimensiones y todo lo que pudimos gozar juntos, el único día que la vida me lo puso cerca.
Sucedió gracias a una  casual interrupción de clases por un inconveniente en la universidad en que estudiaba mi doctorado en Paris. Empezaba el verano y pensé que debía salir de allí por unos días para visitar un amigo que vivía en Inglaterra, de modo que tome un autobús y me  embarqué en un viaje que estuvo lleno de las sorpresas más placenteras que uno puede esperar.  Llegué a Londres a mediodía y me dedique de inmediato a recorrer bares y saunas que,  posiblemente, son los mejores de Europa. Al cuarto día, mi amigo, que estaba residenciado en Liverpool, se comunicó conmigo para decirme como irme a su casa. Fui de nuevo a la estación para conseguir un bus hasta Liverpool. No había alguno disponible, de modo que compré un boleto para una cercana ciudad, con la intención de arreglármelas como pudiera para llegar a casa de mi amigo.  Así lo hice.
 Al llegar, busque ir hasta alguna carretera que llevara dirección a  Liverpool y en poco rato ya me encontraba instalado en el hombrillo haciendo la famosa y acostumbrada señal del auto-stop. Estuve casi una par de horas en esas,  cuando vi acercarse un enorme camión de carga. Me ubiqué estratégicamente para ser visto lo más que pudiera, pues es fama que los camioneros que transitan por Europa solos, siempre recogen compañía en las autovías. No fue la excepción.  En pocos minutos, estaba subiendo al camión que se había detenido algunos metros más adelante de donde yo estaba parado. Me quede sin aliento. El conductor era un machazo de no creer. Un hombre blanco, velludo, robusto, alto, como de unos 40 años. Vestía un short de khaki y una camiseta sin mangas y fumaba un cigarrillo negro que parecía casero. Lo que más me sorprendió fue el tamaño de sus manos y la perfección de sus pies, que llevaba descalzos. Tardé unos minutos en calibrarlo y quedé extasiado ante el efecto que me produjo su carga de testosterona. Sin demora, solté algunas plumitas de esas que guardo para resolver el asunto de “mis inclinaciones” y comenzar a flirtear. El conductor del camión me miró un poco sorprendido, pero sonrió al saludarme de vuelta y preguntarme, en un inglés con acento, hacia donde iba. Resulta que íbamos exactamente al mismo sitio. El macharro retomó el camino y me ofreció un cigarrillo que rechacé con un gesto de cierta coquetería.  Estaba dispuesto a lo que fuera por probar aquel maravilloso manjar.  Creo que él lo captó de inmediato, enseguida empezó a conversar banalidades y hacer chistes con cierto doble sentido, que nos llevaron a una cómoda amabilidad de amigos.
Llevábamos como una media hora de camino, cuando mi hombrezote me informó que era hora de pararse a tomar algo y pasar por el baño y que él, conocía un lugar suficientemente discreto para eso. Me sorprendió lo de “discreto” y empecé a salivar. Tenía la certeza de que iban a darme lo mío. Paramos en un lugar donde compramos un refresco y al salir, el macho me señaló una zona boscosa que parecía un parque muy intrincado. Me preguntó si me animaba a caminar por allí un rato. Temblando de la excitación me atreví a decirle que lo haría solo si el me acompañaba. Se rio, se agarró el paquete por primera vez y sin quitar la mano de la entrepierna, me respondió que lo haría encantado.
 
Entramos al parque. Cuando estuvimos fuera de la vista de la autopista, mi macho se me acercó peligrosamente y pasó su brazo por encima de mi hombro. Sin decir palabra me condujo a una zona escondida, tapada por altos árboles. No me dijo ni una palabra. Me llevó hasta allí con decisión y de inmediato comenzó a pasar sus manos por mis nalgas, encima de mi ropa. Casi me desmayo de la excitación, en ese momento, tenía el machete como una vara de acero que empapaba con sus líquidos mi interior. El hombre siguió tocándome sin parar. De pronto tomó una de mis manos y la puso encima de su paquete. Casi me da un ataque,  lo que  se percibía era un tolete de carne inmensamente grueso.  No podía más, estaba demasiado caliente, me urgía  meterme ese trozo de carne en la boca. Mis manos temblaban cuando empecé a buscar el inicio de la cremallera; en eso, para aumentar mi emoción,  la voz ronca de mi hombre me dijo “deja los nervios, tranquilo, que lo vas a mamar todito tú solo”. Enseguida me agarró, me obligó a descender a la altura de su machete,  se alejó unos centímetros para que yo pudiera disfrutar  la aparición de ese monstruo ardiente y abrió por completo su short. Lo que salió de allí….Dios mío!! Lo que salió de allí, es una de las pingas más fabulosas que he visto. Un instrumento grueso, muy grueso, cubierto por una piel suave, surcado por brotadas venas, con una cabeza enrojecida por lo duro que estaba, brillante, sembrado en una mata de pelo negro espeso y abundante y de unos  20 cms. de longitud, tan duro como una piedra.  El hombre me preguntó si me gustaba, me pidió que  se lo dijera  y lo acercó a mi boca hambrienta, ansiosa, desesperada por saborear aquella cosa extraordinaria. Lo agarré con una mano, eché hacia atrás la piel para descubrir la gorda cabezota y empecé a dar suaves lamidas. Mi lengua iba poco a poco acostumbrándose a su sabor acre, un poco saladito, delicioso, mi lengua no quería detenerse, lo recorría, iba de un lado a otro, mientras que mi macho jadeaba y decía que le diera más y más. Así lo metí a mi boca completamente. Lo tragué. Literalmente me comí esa verga con toda mi destreza, como loco por la emoción de tenerlo.  Hundí mi cara en su pelambre, jugué con sus bolas, y ni un momento dejé de saborear esa verga que me tenía enloquecido.
Tardé un buen cuarto de hora en llevar a mi hombre al extremo del placer, él se dejaba hacer con deleite, gritaba, decía cosas, me pedía que no parara de mamar, que lo gozara todo, completo. Eso hice. Me lo disfruté completo. Casi al momento de lo que yo creí sería su estallido final, el camionero levantó mi cabeza, me agarró  por la cintura y me besó con rudeza, restregándose contra mi cuerpo.  Sin darme cuenta me dejó sin pantalón y me volteó, obligándome a ponerme en cuatro patas sobre la hierba.  Entonces me lo clavó. Literalmente, me clavó. Me hizo ver el diablo por un minuto, me causó un fuerte dolor, un dolor fascinante;  dio unos cuantos bombazos, diciéndome que gritara a mis anchas, que nadie iba a oírme; yo gritaba y gritaba, mezcla de placer y dolor divino. Me lo metía durísimo, me daba y me daba, me abría las piernas, me clavaba una vez y otra y otra y me agarraba de la cintura para obligarme a mover el culo atrapado por ese enorme pedazo de carne hirviente y durísimo que me taladraba por dentro.  De pronto, pensé que quería descansar, intentó sacarlo un poco, tomó aire y lo enterró de nuevo, de un solo golpe, con una exclamación de placer que nunca he olvidado. Se derrumbó sobre mí. Tapándome por completo, mojándome con su sudor, por un par de minutos, hasta que recuperó fuerzas para sacármelo  con cuidado. Me dijo que no cerrara las piernas, me volteó boca arriba y con su camiseta secó un poco de mi sudor, besándome.  Luego, me  hizo un pequeño masaje con sus dedos en mi culito herido por ese monumental machete y se vistió, ayudándome a hacer lo mismo.
Regresamos al camión bromeando sobre lo que acabamos de hacer. Al poner el motor en marcha, me preguntó si todavía me dolía, Le dije que sí. Entonces sonrió diciéndome que eso era lo mejor que él tenía: Dejaba una huella inolvidable de dolor… 

1 comentario: