miércoles, 20 de octubre de 2010

Manos a la obra

Llegó a vivir a la misma residencia estudiantil, cuando yo estudiaba en la UCAB e iba a mitad de carrera. Era una casa bastante grande y bonita en El Paraíso, cerca de la universidad, en la que vivíamos 10 hombres, estudiantes todos de la Católica y relativamente amigos entre nosotros. Había de todo, desde el recalcitrante homofóbico que nos espiaba en nuestros dormitorios hasta el curioso que se metía en algunos cuartos para ver si pasaba algo (siempre pasaba). Vivíamos sin rollos, en perfecta armonía y con las hormonas alborotadas.
Recuerdo el día de su llegada pues yo estaba atareado en la culminación de un trabajo académico bastante complicado y necesitaba toda la ayuda que me pudieran brindar. Apenas tuve tiempo para saludarlo, darle la bienvenida y regresar a mis libros. Me gustó al verlo. El típico muchacho de provincias, medio moreno, delgado, altísimo y con cara de no saber donde se estaba metiendo.
Pasaron varios días antes de que encontrara un momento para tratar de convertirme en su amigo; pero, un domingo en el que casi todos los muchachos habían salido y la encargada de la residencia tenia el día libre, lo encontré en el jardín leyendo. Estaba vestido con unos pantalones cortos muy sugerentes y una camiseta sin mangas. Se veía sensacional.


Me acerqué y empecé a hacer conversación de tonto, nos reímos un poco y de pronto él me preguntó como era "la cosa con las mujeres en la residencia" le respondí que la prohibición de meterlas a nuestros dormitorios era sagrada y que había visto salir de allí a más de uno, por tratar de burlar la norma. Aurelio, que así se llamaba, me dijo riéndose que "tendría que consolarse con Manuela". Me reí de su ocurrencia y le replique que eso era lo que hacíamos todos. De inmediato la conversación se acercó peligrosamente al tema sexual. Él me habló de la frecuencia y detalles de sus pajazos y yo escuchaba con la boca hecha agua.
Pasados unos minutos, le dije que hacia mucho calor y que iría a mi habitación a descansar.
- Bueno pana, si te portas mal me invitas...cuidado y te sale un callo
- Ok...gracias por el consejito
Entré a mi cuarto, me quité la ropa y me quedé en interiores. Tenía ganas de correrme una pajita en honor a mi nuevo compañero de casa, pero decidí dejarlo para más tarde. Creo que me dormí un rato, porque me desperté con sus golpecitos en mi puerta. Me levanté a abrir vistiendo sólo un pequeño interior (así era como andábamos todo el tiempo en el piso de las habitaciones, donde sólo habían hombres) y lo vi frente a mí, con una Coca-Cola en una mano y sin camisa, sudando por el calor de Mayo.
- Que pana, te interrumpo el pajazo? me preguntó sonriendo
- No vale, sonreí a mi vez, todavía no se me para
- De pinga, porque a mi me están entrando ganas
- Ganas? de qué? pregunté con voz de gafo
- Bueno....de sacudirme el polvo...tu sabes
Nos quedamos viendo a los ojos, y yo sin decir más nada, le pedí que entrara rápido y aprovecháramos que no había nadie más.
Aurelio entró, se sentó en la cama, se quitó el short, quedando divinamente desnudo y se empezó a sacudir el potente y hermoso guevote que se gastaba. Era un guevo moreno, grueso, muy velludo y lleno de venas que lo recorrían de arriba a abajo. Una maravilla. Me miró y me dijo:
- Pana, yo se que te gusta, pero sólo me vas a pajear. Es lo único que puedes hacer, vale?
- Sólo pajearte? (creo que el desconsuelo se me notaba en cada poro)
- Si pana, sólo una paja. Si quieres te la haces tú también, pero yo no te voy a tocar. Yo no soy marico.-
- Tranquilo pana...dale, acercate.
Aurelio se levantó, me mostró su extraordinaria erección. Yo saqué un tubo de lubricante y empecé a jugar con aquel rolo. Lo cubrí completamente de crema, lo apreté entre mis dos manos, lo acaricie subiendo y bajando mi mano a lo largo de su extenso tallo y le pedí que se acostara con comodidad. Así lo hizo, se tiró en la cama, abrió un poco las piernas y me ordenó sacarle toda la leche. A eso me dediqué. Estuve cerca de 10 gloriosos minutos sobando, agarrando, dándole con fuerza a veces, despacio otras veces, bajando y subiendo la piel que cubría la cabeza y sintiendo las pulsaciones que indicaban el éxito de mi desempeño. Entonces, moje mi dedo índice con lubricante y empecé a jugar con el pequeño orificio de la cabecita brotada. Casi enseguida, un robusto chorro de semen bañó el pecho de mi panita, al tiempo que sus jadeos casi se escuchaban en toda la casa. Se estremeció como con convulsiones y luego empezó a desinflarse lentamente. Pasamos unos minutos en silencio, luego él se levantó, se vistió y salió de mi habitación sin decir nada.

Media hora más tarde volvió a tocar mi puerta. Venía a invitarme a cenar. Acepté gustoso. En la cena hablamos de mil cosas, pero ninguno tocó el tema del pajazo. Cuando volvimos a casa, Aurelio me preguntó si también estaba prohibido meter hombres en los cuartos. Le dije que no.
- Entonces por qué no me invitas a entrar? creo que se nos quedó algo pendiente...
Por toda respuesta, lo miré sorprendido.
- Te mentí pana, tenía el morbo de un pajazo hecho por ti, pero ahora quiero otras cosas...le damos?
Desde esa noche y por los dos semestres siguientes, hasta que el se mudó a otra universidad, fuimos los amigos con derechos más intensos que conocerse puedan, pero eso es otro cuento

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